Cuando el presidente Harry Truman ordenó el lanzamiento de dos bombas atómicas sobre las ciudades de Hiroshima y Nagasaki, el Pentágono ya había calculado las posibles consecuencias de lo que algunos historiadores, hoy en día, consideran un auténtico genocidio.
El departamento de Defensa de EE UU y los miembros del Proyecto Manhattan –que habían trabajado bajo total sigilo en la fabricación de las bombas atómicas– sabían que tendrían un poderoso efecto, no solo físico, en la población de Japón, sino en el resto del planeta. Para posibilitar que los militares siguieran desarrollando estas armas sin que los ciudadanos y parte de la clase política se viera resentida, decidieron imponer una vigorosa censura y manipulación sobre toda información relacionada con las bombas que destruyeron las dos ciudades japonesas y demás explosiones experimentales.
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