En la ceremonia de apertura de los Estados Generales (cuya convocatoria y reunión suelen considerarse el comienzo de la Revolución francesa), el 5 de mayo de 1789, pocos diputados habría tan ufanos y satisfechos como uno de los representantes del Tercer Estado elegidos en Arrás, Maximilien Robespierre.
Al día siguiente iba a cumplir treinta y un años, y aunque era como la inmensa mayoría de quienes con él desfilaban en Versalles un perfecto desconocido más allá de su inmediata vecindad, podía considerar su inclusión en aquella corporación un éxito gratificante. No tanto políticamente, porque salvo unas cuantas ideas generales no tenía aún un ideario político muy elaborado ni sabía entonces quién las compartiría, sino en un plano más personal. Verse allí compensaba muchas insatisfacciones de una infancia difícil y un ejercicio profesional como abogado sin el reconocimiento que creía merecer.
Este contenido no está disponible para ti. Puedes registrarte o ampliar tu suscripción para verlo. Si ya eres usuario puedes acceder introduciendo tu usuario y contraseña a continuación: