En la primavera de 1939, cuando las armas dejaron de tronar en los frentes, España era un país arruinado, además de un inmenso cementerio. Casi tres años de duros combates a lo largo de gran parte del país habían causado enormes daños materiales, especialmente en ciertas zonas industriales y espacios urbanos, decantados en un principio a favor de la República y sometidos a asedios y bombardeos por las tropas franquistas y sus aliados germano-italianos. Los combates habían concluido y el último parte del Cuartel General del Generalísimo afirmaba: “La guerra ha terminado”. Se anunciaba que había llegado la hora de iniciar la reconstrucción de lo destruido. Pero también de retrasar una década el reloj de la modernización y de que los vencedores prolongaran sin límite, en ese Nuevo Estado, el castigo a los vencidos.
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