«¿Qué pensáis que dirá el mundo cuando yo no esté en él?”, preguntó un día de improviso Napoleón a un grupo de cortesanos. Como nadie respondía, lo hizo el mismo emperador: “Bien, es muy simple. Cuando yo no esté aquí, todo el mundo dirá: ‘¡Uf!’”.
La anécdota, recordada por el historiador Jean Tulard, ilustra la obsesión de Bonaparte por la opinión que de él pudiera hacerse el mundo y del juicio posterior de la historia. Un culto a la personalidad que él mismo impulsó desde el golpe de Brumario de 1799, que lo elevó al poder supremo, y al que sucumbieron muchos coetáneos –no solo franceses–, hasta su primer exilio en Elba en 1814.
Su muerte siete años después en Santa Elena, hace justo doscientos años, dio paso definitivamente a la mitificación de su figura, sobre la que partidarios y detractores aún discuten. Un artículo de Manuel Moreno Alonso sobre la leyenda napoleónica y otro texto de Antonio Elorza sobre la estrategia del emperador hacia España abren este mes un número que dedica su Dossier, coordinado por Rosa María Alabrús, a la trayectoria del conflicto familiar en España durante el Antiguo Régimen, la visión del matrimonio de los tratadistas eclesiásticos y su contraste con la realidad y el imaginario sobre él dibujado por la literatura.
Otras efemérides, como el centenario de la muerte de Emilia Pardo Bazán o el desarrollo de la batalla de Creta en 1941 –primera gran operación aerotransportada–, completan un ejemplar que también recuerda las grandes epidemias de fi ebre amarilla que asolaron la Península durante el siglo XIX y diezmaron muchas poblaciones costeras.
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