Cuando Hitler reunió a sus generales en su cuartel general secreto de Ziegenberg, en la retaguardia del Frente Occidental, el III Reich había perdido la guerra desde hacía muchos meses. El momento que permitió pronosticar con seguridad su derrota acaso estuvo en el otoño-invierno de 1942, tras los fiascos de Stalingrado y del Alemein.
Quizás los menos perspicaces intuyeron el cambio definitivo de la fortuna nazi en el verano de 1943, después de su fracaso en Kursk, del desastre en África, del desembarco aliado en Italia y del hundimiento del fascismo. Pero, tras la derrota en Normandía, ya ni los partidarios del Führer –exceptuando a los más ciegos o fanáticos– se atrevían a soñar que pudiera invertirse la tendencia nefasta de la guerra.
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