La península del Yucatán (39.340 km2, el 2 por ciento de la superficie de México) es como un queso gruyer. Entre siete mil y ocho mil cenotes horadan su territorio. Más de 600 kilómetros de galerías y túneles perforan su costa caribeña, que esconde cinco de las cuevas sumergidas más grandes del mundo. Pocos ríos surcan el terreno, pero numerosas corrientes subterráneas atraviesan su subsuelo. Gota a gota, el agua de lluvia disuelve durante milenios, como un azucarillo, las suaves y porosas calizas del Yucatán.
Hay una razón geológica para explicar esta cantidad de pozos y grutas acuáticas: la descomposición del sustrato calcáreo de las rocas acaba provocando a lo largo del tiempo una depresión de la capa superficial del terreno. Un hundimiento que, en ocasiones, puede alcanzar los cien metros de profundidad. Los mayas bautizaron a estas cavidades con el nombre de ts’ono’ot o d’zonot (caverna con depósito de agua) y les atribuyeron propiedades religiosas.
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