Se ha escrito mucho sobre la violencia doméstica en la España moderna. Sin duda, el cuadro frívolo que pintó Madame d’Aulnoy en su viaje por nuestro país en el siglo XVII es poco creíble. Según la francesa, aquí “los hombres vivían amancebados con mujeres paralelamente a sus matrimonios, los hijos legítimos e ilegítimos se mezclaban y las pobres mujeres callaban. Es raro que los consortes riñan”. La realidad es muy distinta.
La Iglesia reguló múltiples casos de separación por desavenencias conyugales fuertes y las denuncias subsiguientes de mujeres. Entre 1561 y 1654, según Antonio Gil Ambrona, se registraron en el Tribunal Diocesano barcelonés 191 procesos de separación matrimonial, la mayor parte de ellos iniciados por mujeres que denunciaban malos tratos. Pocos procesos llegaron a su final y la separación definitiva fue escasamente concedida. Ciertamente, la Iglesia jugó un papel mediador fundamental para que los conflictos matrimoniales no acabaran en sangre.
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