Durante el primer milenio la elección del Papa, es decir, del obispo de Roma, se operaba por el clero y el pueblo. Al pueblo le correspondía la proclamación, tanto en la forma de designación por aclamación en asamblea, como en la de posterior reconocimiento del elegido preseleccionado por el clero como “digno” para el oficio.
El poder civil en los primeros siglos del Imperio romano-cristiano intervino de forma discreta en algunos conflictos en la elección pontificia. Por ejemplo, cuando en 420 Bonifacio I solicitó que el Emperador se comprometiera para evitar conflictos durante la sucesión papal, la respuesta de Honorio precisaba que el Emperador, en caso de disputa, no mediaría, sino que declararía depuestos a ambos pretendientes e impondría una nueva elección unánime. Posteriormente, en la designación del Papa, además del clero, intervendría “un abigarrado cuerpo electoral integrado por sacerdotes y diáconos romanos, clero ‘familiar’, nobles, miembros de la ‘milicia’, pueblo, etcétera”.
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