La razón ilustrada quiso comprender el mundo, comprender o al menos describir. El siglo XVIII conoce una fe ingenua en la razón, admitiendo la posibilidad de salvar al ser humano y a la naturaleza a través de un conocimiento cada vez más perfecto. Condorcet moriría perseguido por la Revolución, reconfortado pensando que el magnífico desarrollo de la ciencia en la que creía, podría mejorar el futuro de la humanidad. Desde luego, no ha sido del todo erróneo el vaticinio, al menos para aquellos países que han podido administrar y gozar del saber de una forma adecuada y justa.
No es extraño este optimismo en el siglo XVIII, en el que la Revolución científica se expande en todo el mundo occidental. Tras la centuria de las grandes novedades en ciencia, el siglo que va de Galileo a Newton, que permite una visión del mundo cimentada en esquemas mecánicos y fórmulas matemáticas, se extiende el intento de conocer y dominar la naturaleza. España recibe la ciencia moderna, que empieza a ser estudiada, la dinastía Borbón reforma las enseñanzas militares, las clases universitarias y pone en pie academias, institutos, museos, talleres y laboratorios.
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