si cualquier conflicto bélico constituye la expresión suprema de la barbarie, esta circunstancia revistió sus niveles máximos durante la II Guerra Mundial. Prueba de ello son los, al menos, 56 millones de personas que perdieron la vida a causa de dicha contienda armada –repartidos, casi por igual, entre combatientes y población civil–, los tres millones que desaparecieron para siempre sin dejar rastro, los 70 millones que sufrieron heridas importantes –quedándole secuelas físicas o mentales aproximadamente a la mitad–, los 30 millones que se vieron forzados a abandonar sus países, una gran disminución de la natalidad, un sinfín de destrucciones materiales y, como remate, una profunda crisis moral.
En este contexto, tuvieron lugar innumerables atrocidades, perpetradas por individuos carentes de principios y escrúpulos. Pero también fue el ambiente en el que diversas personas –la mayoría ignotas para la posteridad– hicieron cuanto estuvo a su alcance –aun exponiéndose a riesgos gravísimos– con el propósito de auxiliar a semejantes que se hallaban en situaciones extremas. Entre esos casos, merece destacarse el de una mujer polaca llamada Irena Sendler (o Sendlerowa), quien, debido a la naturaleza y dimensión de su hazaña, es conocida como “el ángel de Varsovia”.
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