La tarde del domingo 29 de abril fue extrañamente silenciosa en el búnker. Apenas nadie circulaba por los pasillos y no se oían conversaciones, según aseguraba Rochus Misch, suboficial de las SS que prestaba sus servicios en el refugio como radiotelegrafista. Solo se podía escuchar, ininterrumpido y cada vez más próximo, el cañoneo soviético.
Por la noche, tras una frugal cena, Hitler y sus colaboradores se enteraron por la radio de la muerte de Benito Mussolini, de Claretta Petacci, su amante, y de varios distinguidos políticos fascistas, cuyos cadáveres habían sido escarnecidos en Milán y que durante horas habían estado colgados cabeza abajo en la marquesina de una gasolinera. Hitler se levantó muy excitado del sofá donde estaba sentado y dijo a gritos: “A mí no me cogerán ni vivo ni muerto. No me convertirán en un muñeco de feria en Moscú ni se ensañarán con mis restos”.
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