Acostumbró a visitar el Monasterio de San Jerónimo de Granada de vez en cuando. Especialmente su iglesia. Es un monumento extraño, quizás un trozo de Italia, de su Renacimiento, incrustado en los restos de una ciudad musulmana y el esplendor del arte isabelino del quinientos. Me atrae poderosamente una lápida sepulcral, en mitad del crucero de la iglesia, que da a acceso a la cripta donde yacen los restos del hombre que, a mi juicio, representa el ideal de caballero renacentista: Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán. Le acompañan su viuda, María Manrique, y sus inmediatos descendientes.
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