La creencia en apariciones, espectros, almas en pena o fantasmas es propia de la naturaleza humana. La religión romana, lejos de ofrecer garantías de trascendencia al individuo, poseía un carácter inmanente que no contemplaba la creencia en la resurrección o en la transmigración de las almas, pese a que algunos autores, como Ovidio (43 a.C.-17 d.C.) o Salustio de Emesa (siglo V), fueron receptores de diversas corrientes filosóficas griegas y defendieron posiciones contrarias a las comúnmente aceptadas.
Como es sabido, las supersticiones estaban muy arraigadas en el seno de la sociedad romana. Existía la creencia de que las almas errantes de los fallecidos se presentaban en forma de espíritus con el propósito de garantizar la salvaguarda de los hogares. Sin embargo, dentro de esta categoría se distinguían los espíritus benignos y los malignos: los primeros eran bienhechores y se les dedicaban pequeñas estatuillas y altares domésticos; los segundos eran malvados y su ira debía ser apaciguada a través de ofrendas o de determinados rituales.
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LAS CLAVES
DOMÉSTICOS. La sociedad romana dedicó altares y estatuillas a los espíritus que creía que protegían el hogar, como los lares o los manes.
MALÉFICOS. Pero temía la existencia de otros seres cuya ira debía ser controlada con ofrendas y rituales para no quebrar la paz de los vivos, como los lemures o las larvae.
PODEROSOS. En el siglo IV, los habituales ritos de sepultura eran aún la solución para calmar a difuntos inquietos.
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