Aquella tarde soleada del 4 de junio de 1913, la flor y nata de la alta sociedad inglesa había acudido al hipódromo de Epsom, al sur de Londres. Desde el palco real, sus majestades Jorge V y María –reyes de un país en la cumbre de su magnificencia imperial– presenciaban el Derby, la mítica carrera de caballos. Los jinetes doblaban ya la última curva, antes de encarar la recta de meta. Miles de espectadores se agolpaban en las tribunas. Y, quizás por primera vez, un cámara de cine inmortalizaba la competición. Las tomas mudas serían pronto exhibidas en las pantallas de los cines de todo el país (todavía hoy se pueden ver en Youtube).
De pronto, una mujer saltó la empalizada de madera, se abalanzó sobre la pista y se cruzó ante el caballo de los soberanos. El animal cayó al suelo, junto a su jockey. Mientras el resto de los jinetes, que no habían visto el incidente, continuaba la carrera, la muchedumbre se agolpaba alrededor del cuerpo inerme de la mujer sobre la hierba. Aunque fue trasladada inmediatamente a un hospital cercano, la fractura de cráneo sufrida era mortal, y falleció al cabo de poco tiempo.
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