Todos tenemos en la cabeza una idea de lo señorial que debía aparecer ante sus súbditos y cortesanos el soberano del Nilo. Vestido con un faldellín y la Doble Corona sobre la cabeza, lo imaginamos asistiendo hierático a las importantes ceremonias que se desarrollan ante él mientras, impertérrito, luce sobre el pecho un collar ancho medio tapado por el cayado y el espantamoscas que lleva en las manos.
Si este soberano que nos bulle por la imaginación es Akenatón, quizá se nos aparezca junto a él la irreal belleza de Nefertiti, y puede que suceda lo mismo si se trata de Ramsés, al que veremos acompañado de Nefertari mientras inauguran los templos de Abu Simbel, pero poco más. Con excepción de Cleopatra VII –y se trata de una reina ptolemaica, no faraónica–, abrumados por los monumentos de Keops, las hazañas bélicas de Tutmosis III o el ajuar funerario de Tutankamón, pocas veces nos fijamos en ese personaje femenino que los acompaña.
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