Unos días antes de que, el 24 de febrero de 1895, estallara la definitiva insurrección cubana por la independencia, el responsable del movimiento en La Habana, Juan Gualberto Gómez, coincidió en el tranvía con uno de los jefes del gobierno militar en la capital. Se trataba del coronel Santocildes, quien en julio del mismo año perdería la vida en el combate de Peralejo contra Antonio Maceo. El diálogo entre los dos amigos adquiere un rumbo inesperado cuando el español le da un palmetazo en las piernas al cubano y le pregunta de sopetón: “¿Cuándo nos levantamos?”.
Por un momento, el hombre de Martí cree que los españoles están al corriente de todo, pero no es así. La pregunta tenía otro sentido. Hasta el último momento, los conspiradores habían podido tejer sus redes sin sufrir la menor molestia, a pesar de que el 12 de enero tuvo lugar el descubrimiento de un gran alijo de armas dispuesto para salir en tres barcos desde la costa norteamericana en dirección a la isla. Desde meses atrás, y a pesar de los múltiples indicios de alarma, la insurrección era preparada casi a la luz pública. “En La Habana se conspiraba al aire libre”, resume el cronista Tesifonte Gallego.
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