Quién ha oído hablar de la Guerra de Crimea, que hace más de 150 años conmocionaba Europa? En París hay unos cuantos lugares que llevan nombres de allá sin que evoquen nada; el puente de Alma es famoso no por conmemorar la primera batalla ganada en Crimea, sino porque es donde se mató Diana de Gales. En Turín se encuentra un ensanche burgués llamado Borgo Crimea; le interesa a arquitectos y urbanistas como compendio de estilos “modernos”, pero nadie se acuerda de que Crimea supuso la puesta de largo internacional de la Monarquía italiana.
El cine, la épica del siglo XX, no le ha prestado atención, y ya se sabe que las guerras no existen si no hay películas que las cuenten. Solamente hay dos sobre Crimea que merezcan la pena citarse: La carga de la Brigada Ligera, de Michael Curtiz (1936), una glorificación al estilo Hollywood de la gallarda caballería inglesa –con Errol Flynn, héroe y mártir, o sea, como Murieron con las botas puestas, pero con rusos en vez de sioux– y La última carga, de Tony Richardson (1968), una lectura crítica del imperialismo británico, un panfleto antimilitarista adecuado al espíritu del 68. Mucho peor que la de Errol Flynn.
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