En los años treinta del siglo pasado Japón estaba en plena expansión asiática. Había invadido China y, tras ocupar Manchuria, creó el Estado títere de Manchukúo, fronterizo con el oriente soviético. Obviamente, la URSS temía por la soberanía de Siberia, con sus enormes riquezas naturales, así como del importante puerto de Vladivostok. Igualmente, por la de Mongolia, que era aliada del régimen soviético desde 1936, por lo que reforzó sus fuerzas en la región.
En este ambiente, la tensión no dejó de crecer y pronto estallarían las hostilidades en una guerra dura, aunque nunca declarada, que pasó desapercibida para la mayor parte de la opinión pública mundial.
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