De Edith y las niñas no sé nada. Seguramente han sido deportadas a Alemania. ¿Volveremos a vernos sanos y salvos?”, escribía, el 15 de marzo de 1945, Otto Frank a su madre desde Polonia, mientras trataba de gestionar su regreso a Holanda. El atribulado padre, recién liberado de su cautiverio en Auschwitz, no podía imaginar que quizás ese mismo día o, probablemente, unas pocas fechas antes, sus hijas Margot y Ana habían muerto en Bergen-Belsen, consumidas por el tifus. Y tardaría meses en enterarse de que su mujer había fallecido el 6 de enero de 1945, de inanición y loca, en el propio Auschwitz, no muy lejos de donde él mismo había sobrevivido durante medio año, caminando por el filo de la muerte.
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