Durante los primeros siglos de la Edad Media, el poder de las emergentes monarquías se intentó justificar sobre la base de dos modelos organizativos muy diferentes y en buena medida excluyentes.
Uno de ellos, al que podemos llamar “ministerial”, concibe el ejercicio del poder como un “ministerio” u oficio encomendado por Dios, pero sometido al control de la Iglesia, la instancia que lo representa en la tierra. Es un modelo en el que el poder se halla teóricamente constreñido y sujeto a un pacto, garantizado por la Iglesia, destinado a servir sus intereses y evitar arbitrariedades.
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