El Nilo tal y como lo conocemos hoy es un río domesticado, que nada tiene que ver con el curso fluvial fluctuante y periódico que fue hasta 1964, cuando se concluyó la primera etapa de la gran presa de Asuán y comenzó a llenarse el artificial lago Nasser. Hasta ese momento, la cíclica llegada de las irregulares aguas de la crecida –originadas tras las lluvias del monzón en Etiopía– habían ayudado a definir la cultura nacida en sus orillas, la faraónica, como una sociedad fluvial.
Como nos cuentan todas sus narraciones sobre la creación, la crecida del Nilo era la dadora de vida y la encargada de la regeneración anual del país; por más que en la vida real eso se cambiara en muchas ocasiones por la muerte. No solo eso, sino que el río servía como su principal vía de comunicación y transporte. No importaba de quién se tratara, ya fueran personas, productos o ideas, todo pasaba por el río. Por ese motivo, pese a conocerla, la faraónica es una sociedad que no utilizó la rueda. No era práctica ni para recorrer el terreno rocoso que flanquea la llanura inundable del río, ni los terrenos inundados que se cosechaban junto a la orilla. Para eso eran mucho más utilitarios los trineos o los burros –para recorridos terrestres– o los barcos –cuando el transporte era acuático.
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