Hace unos años apareció un libro lleno de aportaciones sobre la increíble cantidad de todo tipo de compuestos químicos que Hitler ingirió para superar temores, encajar reveses y presentar una personalidad activa y clarividente hasta que terminó sumido en un estado casi continuo de alucinación y de sueños quiméricos. Bastaba que tuviera un mal día, que necesitara especial lucidez ante una intervención militar o frescura para recibir a un personaje de su interés, para que exigiera al Dr. Morell que le pusiera a tono y el dócil médico, que por algo conservó su cargo junto al Führer durante ocho años, acudía solícito a inyectarle un “chute” de metanfetaminas, cocaína, heroína, opio o cualquiera otra droga.
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