La posición que pueden y deben ocupar las naciones ibéricas en el concierto europeo ha sido, y de forma más atenuada lo sigue siendo, una obsesión para sus élites políticas e intelectuales. Fue sobre todo a partir de la pérdida de sus inmensos y precoces imperios mundiales cuando España y Portugal hubieron de enfrentarse con la difícil tarea de construir unos Estados-nación ceñidos a sus antiguas metrópolis. Surgieron entonces algunas voces críticas que, a uno y otro lado de la frontera, pensaron en la alternativa de crear una nación ibérica. Las reflexiones del poeta y filósofo Antero de Quental sobre la “decadencia de los pueblos peninsulares” iban en esta dirección, pero sucesivas tentativas de unión dinástica o de crear un nacionalismo ibérico a la italiana fracasaron.
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