De pronto la gente desapareció, los negocios se cerraron en cosa de segundos, los coches de caballos se detuvieron. Hubo un silencio majestuoso, sagrado, como si el mundo hubiera muerto, como si el globo terrestre se hubiera detenido en su camino, y luego de repente, por todas partes, apareció una multitud desolada que lloraba enferma de dolor, huérfana porque su Padre la había abandonado”. Así recoge Sergio Pitol el testimonio de un testigo del dolor del pueblo ante la muerte de Tolstoi, acaecida el 20 de noviembre de 1910 en la sala de espera de la remota estación de Astapovo, cuando huía de las disputas domésticas sobre su herencia y pretendía encontrar la paz en un monasterio.
No sólo había muerto el mayor novelista ruso, que contó en vida con millones de lectores, sino también un defensor de los derechos de los campesinos, pacifista, pedagogo, pensador, revolucionario, hombre religioso.
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