La ambición, las luchas por el poder, la corrupción y el crimen político no son lacras propias de nuestra sociedad, sino miserias cotidianas en todos los tiempos, desde el principio de la humanidad.
Véase el Egipto faraónico. Aquella civilización milenaria, estable, serena, trascendente… según la imagen más superficial que desprenden sus formidables construcciones, pensadas para la eternidad, no fue diferente de la de los demás reinos. Allí también anidaron la violencia, la codicia, la envidia y el odio; allí se tramaron conspiraciones para alzarse con el poder y conjuras para eliminar a los enemigos políticos o, incluso, al faraón, hijo de dios…
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